Cristina no realiza ninguna actividad debido a la muerte de Nestor Kirchner
La inesperada noticia del fallecimiento del ex presidente Néstor
Kirchner en El Calafate sorprendió a una ciudadanía que, por entonces,
se aprestaba a las obligaciones derivadas del censo y conmovió a la
dirigencia toda.
Frente a la muerte de quien indiscutiblemente encarnó un fuerte
liderazgo político, que presidió los destinos del país entre 2003 y
2007 y que desde el fin de su mandato hasta el momento de su deceso
influyó notablemente en la vida política nacional, no cabe mucho más
que el recogimiento, el respeto y las debidas condolencias a la
presidenta de la Nación y a sus familiares.
Así lo han entendido prácticamente la totalidad de los dirigentes de
la oposición, quienes de distintas formas han expresado su dolor por la
desaparición de un colega y comprometido su colaboración con la titular
del Poder Ejecutivo Nacional.
Toda muerte impone compasión, congoja y un período de duelo, que
bien podría ser aprovechado para una tregua política duradera. Pero
también reclama un sincero acto de reflexión sobre el porvenir.
Es probable que a Néstor Kirchner se le deba buena parte del proceso
de reconstrucción de la autoridad presidencial, socavada por la
gravedad de la crisis política y socioeconómica que signó los últimos
días de Fernando de la Rúa en la Casa Rosada, hacia fines de 2001.
También podría destacarse su afán inicial por poner en orden una
economía desquiciada y por arribar a un acuerdo con los tenedores de
bonos impagos del Estado argentino.
Lamentablemente, la acentuación del presidencialismo y la confusión
entre autoridad y autoritarismo fueron características que signaron la
gestión gubernamental de Kirchner, que se hicieron extensivas al
gobierno de su esposa y sucesora. Esa confusión terminó desgastando al
propio Poder Ejecutivo en sus conflictos con los otros dos poderes del
Estado y a sus responsables, inmersos en luchas con fundamentos
artificiales, muchas veces tendientes a poner de rodillas a quienes
manifestaran una posición reñida con los deseos de lo que hasta ayer
funcionó como un matrimonio gobernante.
La gestión kirchnerista, como lo hemos señalado tantas veces desde
esta columna editorial, estuvo mucho más asociada a la consolidación de
un proyecto de poder que a la edificación de un proyecto de nación para
todos los argentinos.
Toda la energía volcada en una suerte de política de sometimiento
del adversario, puesta al servicio de la conservación de todos los
resortes del poder, terminó consumiendo en elevada medida al gobierno
nacional y, sin duda, acentuó el estrés de su principal artífice. La
creciente lucha de Kirchner por controlarlo todo y por extender sus
porciones de poder tal vez le haya costado la vida.
Los disgustos son y serán siempre parte del ejercicio de la
política. Pero ellos son notoriamente más intensos cuando la intención
de sojuzgar al ocasional adversario, al que se convierte en virtual
enemigo, en aras de una concepción hegemónica del poder, es puesta por
encima de la exploración de los consensos.
El tránsito de la Argentina sin Kirchner no debería ser dramático,
aun cuando el Gobierno haya perdido a su más reconocido estratego y a
quien probablemente conocía como nadie las fibras más íntimas del
aparato gubernamental.
Se inicia una nueva etapa política, en la cual será vital que la
presidenta de la Nación se rodee no sólo de quienes exhiban la lealtad
esperable de todo colaborador, sino también una inteligencia abierta al
sentimiento que subyace en una ciudadanía que reclama seguridad y paz
social.
Del mismo modo, será clave que los dirigentes del justicialismo,
incluidos quienes están en el Gobierno y quienes están fuera de él,
reflexionen profundamente sobre las lecciones que nos han dejado a los
argentinos los cruentos enfrentamientos que, en otras épocas, signaron
los procesos de sucesión en ese movimiento político.
La sociedad requiere sosiego. Se impone, a partir de ahora, una
mayor moderación en todos los actos, tanto del oficialismo como de la
oposición.
Urge abandonar las peleas que, como la propia ciudadanía lo advierte
mayoritariamente, se libran en un terreno que resulta completamente
ajeno al de las verdaderas preocupaciones de la población.
El nuevo camino, vale insistir, no debería ser dramático. Aunque
tampoco será sencillo. Es necesario que la Argentina supere la vieja
cultura del caudillismo y de la personalización del poder, poniendo por
delante la auténtica búsqueda de la institucionalización del país y el
apego irrestricto a la ley y a las reglas de juego de la República.
Cuando esto sea una realidad, la desaparición de cualquier líder
será vivida sin excesivas tensiones y con la indispensable serenidad
que debe esperarse en un país con instituciones sólidas, que funcionen
plenamente y sin condicionamientos que vayan más allá de los impuestos
por la Constitución nacional.